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Cortó a un extranjero que pegó un alarido, se desplomó en el piso, y le empezó a salir baba por la boca, llegó a un entrenamiento pasado de copas y tiene una remera firmada por Ginóbili. El anecdotario de Javier Espíndola, una carrera de más de 40 años dirigiendo a todas las estrellas.



La soledad de la vieja cantina daba una extraña sensación de inmensidad. Javier esperaba allí, en una mesa, pegado a la estufa a leña. Se había hecho lo imposible por mantener a Bill Singleton en Malvín. El cuerpo técnico intentó por todos los medios ponerlo en forma física. Lo sacaron a correr por la rambla, le marcaron rutinas físicas, lo cuidaron en la comida, pero no hubo caso. Bill era una especie de oso enorme.

“Vivía en el club y un día nos quedamos a espiarlo. Era de noche y ahí lo pescamos: ¡Se bajaba dos Norteñas (cerveza) de litro enteras!” dijo Javier Espíndola, el técnico que aguardaba al estadounidense para darle la noticia que nadie en el club se atrevía a darle a aquella mole de dos metros.

“Buenísimo era el hombre... pero ta, había que cortarlo... Y acá no es como en Estados Unidos que es un acto administrativo donde va un mánager y comunica la decisión. Acá empezaron a preguntarse los dirigentes, uno al otro, ¿quién lo cortaba? No, yo no porque lo traje, yo no porque me encariñé con él. Todos tenían una excusa. Nadie lo cortaba al hombre. Bueno, siempre termina el entrenador”, comentó en tono resignado Javier.

Aquella noche de 1991, Espíndola estaba sentadito en una mesa de la cantina. Y allá apareció el hombre. Enorme. Casi que ni pasaba por la puerta debido a su contextura física. Se sentaron frente a frente. El técnico lo miró a los ojos y encaró la situación. Sumamente nervioso inició el discurso: “Mirá, yo sé que hemos hablado muchas veces, pero hemos tomado una decisión”... Se hizo un breve silencio.

Javier nos mete en la historia: “Yo recuerdo que el tipo me miraba afable y me decía a todo que sí”.

En la charla, el técnico seguía dándole vueltas al asunto. “No es porque te portaste mal ni nada por el estilo”. De alguna forma Espíndola se la quería dibujar. Hasta que terminó con el rodeo y fue derecho al grano: “Te vamos a cortar”.

El silencio gobernó la escena. Imaginen la situación. Bill Singleton medía 2,01 metros y al lado de Javier, que es bajo de estatura, era una mole. “Y en ese momento el tipo se quedó quietito, paralizado. Se le pusieron los ojos vidriosos. Y yo pensé ¿y a este qué le pasa?”.

Allá arriba, en un cuarto, los dirigentes y allegados de Malvín que no se habían animado a darle la noticia al gigante, miraban la escena.

Singleton no respondió. El entrenador retomó el monólogo para romper el hielo. Hasta que Bill pegó un alarido. ¡Espíndola saltó de la silla y salió corriendo! Se podrán imaginar su cara de susto.

“¡Claro, salí corriendo! Pensé que me iba a matar. Recuerdo que la puerta estaba a unos 10 metros y me quedé ahí. Parado. Esperando. Y el tipo se cayó para atrás y se contorneaba en el piso. Le caía una baba por la boca”, rememoró el entrenador.

Aparecieron los dirigentes. ¿Qué pasó? Como consecuencia de los nervios el hombre había sufrido un ataque de epilepsia. Javier no olvida más aquel episodio. Contó que “me ha tocado cortar a muchos jugadores, pero esa fue la historia más increíble que me tocó vivir”.



Javier Espíndola respira básquetbol. Tenía 16 años cuando lo metieron en una cancha para dar una mano como entrenador. No salió más. Cuarenta años atrás de la naranja le permitieron dirigir a todas las estrellas del básquetbol nacional como Fefo Ruiz, Tato López, Fonsi Núñez, García Morales, Esteban Batista, Mazzarino, Panchi Barrera y los extranjeros más curiosos que puedan imaginar.


500 pesos y la comida



Espíndola tenía 16 años cuando Ruben Botari le preguntó si le daba una mano con los niños en Malvín. Todas las tardes, a la hora en que todos se iban a la playa, Javier cruzaba la calle –vivía frente al club– para instalarse en la cancha abierta de los playeros a trabajar con los más chicos. No cobraba. Era por amor al arte. En ese entonces estudiaba Ingeniería y no tenía ni idea que existía un curso de entrenadores de básquetbol.

Una tarde llegó Picho Banchero al club con una propuesta que nadie agarraba: dirigir al Albion de Pan de Azúcar. Javier acomodó los horarios en el Banco de Seguros, donde trabajaba, y se embarcó en el viaje. “Me pagaban 500 pesos, la comida, y el pasaje”.

Al año siguiente le ofrecieron volver a Malvín. “Recuerdo que vino el gordo Bernardo Larre Borges y me dijo “vos tenés que prepararte” y me mandó a un curso en Buenos Aires”. Y arrancó la aventura. Primero como ayudante del olímpico Ebers Mera. “Don Ebers tenía fábrica de camisas y como cinco boutiques, y venía que parecía un modelo a la práctica. ¡Con los zapatos lustrados!”, expresó.


La locura de Fernández





El básquetbol se encaminaba al profesionalismo. Ello llevó a que muchos se retiraran de la actividad por no poder disponer de tiempo para entrenar todos los días. Entre ellos el técnico Mera, que abandonó el cargo. Fue en ese momento, de cara al torneo Preparación de 1979, que Espíndola quedó a cargo del primer equipo.

“Me tocó dirigir a jugadores como el Manteca González que había sido mi técnico. A Poconé Fossa, Moltedo, tipos que habían sido mis ídolos de niño y yo los dirigía. No lo podía creer. Yo no quería, no me sentía preparado, pero ahí estaba”, recordó Javier que por entonces tenía 23 años.

Al poco tiempo, el club contrató a Ruben Fernández como entrenador. Espíndola comentó entre risas que “Ruben era un loco, dirigía las prácticas de traje y de championes”.

Hasta que Fernández se peleó con los dirigentes, lo echaron, y Malvín volvió a recurrir a Javier.

Al año siguiente hizo el curso de técnico con Gus Ganakas y el complemento en la Comisión Nacional de Educación Física. Luego de cinco años en Malvín se fue a Defensor de la mano de Ney Castillo, club con el que ascendió a Primera y fue elegido como el DT de la temporada.



En 1986 lo sorprendió un llamado del histórico presidente de Cordón, don Julio Zito, para proponerle hacerse cargo del equipo de la calle Galicia. “Don Zito era un señor. Te citaba en el Club Alemán de Remo, en Punta Carretas, donde había un restaurante muy exclusivo. Nos reuníamos siempre con Zito, el profe Trigo, que fue un maestro, y Nelson Lens. Y me acuerdo que Julio pagaba la cuenta, nos levantábamos de la mesa, y decía: “Caballeros, esta reunión nunca tuvo lugar”. Los dos años que estuve con él siempre repitió esa frase. Y nunca le contó nada a nadie”.

Ese mismo año Javier logró su primer título Federal con Cordón e inició su periplo dirigiendo a las estrellas del básquetbol nacional. En ese equipo puso a Osky Moglia de base y se encontró con uno de los jugadores más ganadores de la historia como Hebert Núñez. De Fonsi dice no olvidar cuando en los aeropuertos pinchaba a la gente con un peine.

En 1987 el técnico Pirulo Etchamendy renunció a la selección. Los dirigentes de la Federación le ofrecieron la continuidad a su ayudante Víctor Berardi, que no aceptó. Y apareció Javier que recordó: “Pararme ante esas figuras no hubiese sido posible si ellos no me respetaban. Y esos tipos tuvieron la grandeza, que lo valoro, de respetarme”.

Tras conducir a la selección Javier fue contratado por Hebraica. Fueron dos años. Una de sus primeras medidas fue ir a buscar al histórico Carlos Peinado, que se había retirado.


Las estrellas



Corría el año 2001 cuando Javier desembarcó en Welcome. Una de las cosas que le llamó la atención fue el esfuerzo de un chiquilín grandote que todas las mañanas se tomaba un ómnibus en Playa Pascual, se bajaba en la vieja terminal de ómnibus de Goes, y de ahí abordaba otro hasta la cancha de Welcome. Todos los santos días. Con lluvia o sol.

Se quedaba todo el día sentadito en la cantina del club aguardando por el entrenamiento de la noche. Comía en una vianda y se quedaba para moverse con el primer equipo. Al final del día volvía molido a Ciudad del Plata.

A Javier le había llegado el dato por intermedio del profesor Rubens Valenzuela y se propuso comenzar a trabajar todas las mañanas con el chico sin saber que, con el tiempo, tendría nombre y apellido propio: Esteban Batista. “Haber visto el sacrificio, desde la simpleza que venía, y el lugar donde llegó… Me saco el sombrero con Esteban”, comentó.


La solidaridad del Bicho



En la lista de jugadores que le tocó dirigir Javier destacó al Bicho Luis Silveira. Elogió su espíritu solidario, la inquietud de vivir preocupado por los demás, sobre todo por los más jóvenes.

En el año 2004 coincidieron en Salto Uruguay. Un día el Bicho se paró ante los dirigentes. “Acá hay gurises que no tienen para las vendas, no tienen un medicamento, no tienen nada”.

Espíndola temió lo peor. Un dirigente lo miró a Silveira, hizo una pausa, y le respondió: “Pero si tenemos la farmacia en el centro, andá y sacá lo que sea necesario”. Allá fue el Bicho y por la noche apareció en la práctica con un arsenal de cosas.

A los tres meses llegó al club la primera cuenta de la farmacia y los dirigentes se querían morir. Silveira tenía a sus compañeros como si fueran jugadores de los Lakers.



Allá por 2012, como DT de Aguada, se encontró con Leandro García Morales del que reveló haber aprendido muchísimo en la convivencia. “Me hizo poner el cable para ver las ligas europeas”, recordó.


El anecdotario de Javier



Javier tiene anécdotas imperdibles de su largo recorrido en el básquetbol.

De su pasaje por Racing de Avellaneda dice no olvidar un día de 1997 cuando visitaron Bahía Blanca.

“Me acuerdo que dirigía el entonces presidente de la Federación de Entrenadores, Coquito Rodríguez. Ellos son de una filosofía de juego que allá le llaman Vedime, velocidad y dinámica mecanizada. Corren y tiran. Nos ganaron por 25. Pasaban como pedo por al lado del banco. Uno era Ginóbili”.

Unos años después, cuando empezaba a florecer la generación dorada de Argentina, Javier fue a un cuadrangular en Rosario. Su señora, de nacionalidad argentina, sabía que estaba Manu por lo que le pidió a su esposo que le trajera una camiseta firmada por el ídolo argentino que ya jugaba en los Spurs.

“¡Qué vergüenza! Yo no le pido una camiseta a nadie”, comentó Javier rememorando aquel momento. El cuadrangular terminaba. Espíndola no había cumplido con el pedido de su señora por lo que se metió de apuro en una tienda y pidió la camiseta de San Antonio. Pero no había. Lo único que tenían eran unas remeras de entrenamiento de Argentina. Se llevó una y se la dio al equipier sin conocer el destino final. A los pocos días volvió a su casa con la remera con una singular dedicatoria: “Al Coach Espíndola con respeto”. Y la firma de Manu.

Foto: @manuginobili

Pero la anécdota más increíble de todas las que tiene Javier en sus 40 años de profesión fue la que vivió siendo técnico de Welcome. Fin de año de 2016. Despedida con amigos en el Club Náutico fijada a la hora 12. “Aquello eran botellas y botellas de etiqueta negra”, contó Javier entre risas. La cuestión fue que, entre brindis y brindis, se hizo la tarde. Sobre las 16.30 el técnico se despidió de sus amigos porque de noche tenía entrenamiento.

Javier llegó a su casa y su esposa lo recibió con una frase: “Cómo vas a tomar tanto...”. Se acostó y durmió dos horas. Cuando se levantó otra vez la voz de su señora: “No, no podés ir al club así”. “¡Cómo que no!”, exclamó Espíndola.

“Me pegué una ducha, me tomé dos tazas de café, y arranqué para la cancha de Welcome”. Se inició el movimiento y a los pocos minutos Matías De Goveia se le arrimó y le dijo en tono de broma: “Hijo de puta, estás remamado”. “¿No me digas que se nota? Bueno, me voy”, respondió Javier.

Y se retiró del entrenamiento. Al otro día se armó el conventillo. “Me llevaron a un programa de televisión y empezaron a dar vueltas, que hubo inconvenientes con los jugadores, que esto, que lo otro, y les dije que nada que ver. Que fue una pasada de copas en una fiesta. Presenté renuncia y me la negaron”, reveló Espíndola sin pelos en la lengua.

Javier no anda con vueltas. Se muestra tal cual es. Sencillo, cristalino, auténtico. “Yo soy de la época que no te convenía el partido y mandabas mojar la cancha abierta de Malvín. Ahí teníamos un parrillero que era experto en tirar el humo de los chorizos en el segundo tiempo. En el primer tiempo nosotros atacábamos para ese lado y el parrillero estaba apagado. No sé cómo hacía porque, después del entretiempo, ¿a quién le vas a vender un chorizo? Pero en la cancha de Malvín en el segundo tiempo siempre había humo jajaja”, rememoró recordando aquella época de la bohemia en el básquetbol de la que formó parte.

(En base al libro Pequeñas grandes historias del básquetbol uruguayo, Jorge Señorans, Ediciones B)

Comentarios

  1. Tuve la suerte que me dirigiera en minos en Malvin. Gran tipo. Hasta hoy seguimos en contacto.

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